lunes, 5 de marzo de 2012

Textos 2008/ 12 -selección-

El motor de tu sueño. Canciones. Libro inédito.

Rum rum rum
El motor apagado del Dodge te espera
A la salida de tu sueño

Ram ram ram
Las cañas de pescar dobladas entran
Cerca del balde donde no hay agua
Los peces de colores también muerden

Rum rum rum
Con el baúl abierto entendí tu noche
Reflejadas las estrellas en el plato de sopa
La pata coja de un pájaro al lado como cuchara

Ram ram ram
La música del auto suena en voz baja cuando dormís
No sé tu nombre
La remera acompaña tu viaje

Rum rum rum
Si cierro las ventanas
Te veo igual
Dejando en la vereda un maletín salvaje

Ram ram ram
Las lombrices no descansan
Corre una brisa alrededor del frasco

Rum rum rum
Las huellas de tus zapatillas con verdín
Escriben la silueta de alientos los finales

Ram ram ram
El motor reproduce el oleaje
Las canciones perdonan el encierro

Rum rum rum
Custodio los dibujos
Las lechuzas saben
El movimiento rompe

Ram ram ram
A simple vista tu sueño
Se parece al mío
Gotas sonámbulas disfrazándose

Rum rum rum
Para captar la duración de la humedad
Quiero tus botas
Goma negra hasta la rodilla
Y dos líneas blancas finitas
Apenas nacen los pies.


Rulitos con gel. Libro inédito.

Hay piedras

en los caminos que bordean las sierras

del  mismo color

hijas legítimas

y flores brotadas

lejos

de sus mamás

rocas de plomo

con personalidad.

Agarro las que más lejos están de mí

y sigo caminando.

Ahora pese a que mire las sierras madres

mi sentimiento está en las hijas desprendidas

que por acumulación de calor

se hacen presentes

en mi mano que las arrancó y las contiene hasta no sé

cuándo.

No tengo un vestido

pienso

algo para estrenar

en esta ocasión.

Estoy vestida con la ropa de siempre

aunque haya sacado la piedra de donde estaba.

¿Qué haré con una hija que no es mía?

Silencio.

Los pensamientos respiran:

Deshacete de esa piedra

el calor es momentáneo.

Entonces la arrojo más lejos de donde la encontré

a través de una cascada a una pileta de agua natural.

El sonido es seco

y rápido dejo de verla.

Con una persona pasó lo mismo

hizo el mismo ruido al tirarse de un balcón

pero su cuerpo quedó expuesto en la vereda.

En cambio

el agua viste la piedra

las algas la protegen

los peces la decoran

el barro la acompaña.

Aunque puede pasar que dentro de muchos años

alguien

se meta en el hoyo

y la toque con un pie.

¿Seguiría existiendo?

Porque el agua, las algas, los peces, el barro desgastan.

Una vez soñé

que mi abuela parada en la cocina nos daba instrucciones sobre los

beneficios que tenía matar a los cachorros en un bol con leche envenenada.

Mi mamá mezclaba

yo miraba la mezcla

y le tapaba los ojos a mi hija con la espalda.

Hay distintas maneras de morir

en cuanto al tiempo

la forma

los colores

los paisajes.

¿Qué vida imaginé para la piedra?

¿Debería hacerlo ahora?

¿durante el poema?

¿no será demasiado tarde?

No.

Una vida distinta para mí

mientras la expulsé.

Qué fácil es cambiar las cosas de lugar.

¿Cuánto hay que saber?

Quiero un vestido de verdad

no como el que me dieron una vez

un globo blanco con forma de rama para taparme el cuerpo.

No había consonancia entre los materiales

la desnudez y la goma inflada tapándome el tronco

y la cara no.

Tuve frío

pero seguí insistiendo en tener algo para abrigarme

y un chico me dio una remera violeta que me quedó larga

 y un jean con los bolsillos agujereados.

Si los hubiese tenido puestos al encontrar la piedra

corría el riesgo de que se cayera.

O.

Un vestido de tela y costuras prolijas.

Un trabajo de verdad.

Ahora no tengo.

Una casa.

Aunque sepa dónde encontrar cosas preciosas.

A la gente le gustan

los detalles

las hechuras

las vivencias.

Pero las piedras encontradas no se venden

no esperan cambios.

No es tan difícil

moverse.

Los sueños

lo que vamos dejando por la mitad

¿no son los que saben de repente el porvenir?

Un día

el hueso de la pata de una vaca

una rama en la boca de un pájaro

un cuchillo en las manos de un amante

monedas sin sentido en el forro

de una campera colgada en un ropero.

¿Cuál es el verdadero fondo para una piedra que se arroja más lejos de donde

se encontró?

¿Estoy ahí mientras escribo?

Pienso en los proyectos

que empiezan y terminan.

Tocamos los días porque dan calor.

Hay un tiempo

un precio sutil

que hace que no tenga puesta ropa nueva.

Camino entre las sierras

montones de años me separan

de las personas que conocí

un precipicio en el que

usábamos las mismas remeras

unas

de marca Sakamoto

con una Y en el pecho

y una O en la espalda.

Creíamos que sabíamos

lo que sentíamos

la altura de la seguridad.

Si andara por el mismo lugar

diría lo mismo llorando más rápido

como fruto de la ejercitación.

Un cotorreo me hace dar cuenta

de que la altura es darse por vencida

dejar de escuchar los sonidos de las últimas burbujas.

¿Dónde estoy piedra perdida?

No quiero estar en el fondo

donde el agua no para de filtrarse.

Miro el lugar en el que la piedra se hundió

estamos separadas por un conjunto de nubes con forma de perros y

aguiluchos contorsionados en busca de comida.

Yo no me quiero tirar:

El agua, las calles, los edificios, las caras, el trabajo, las mercancías, los autos.

Pero sé que están.

Abajo hay imágenes.

Si por lo menos estuviera vestida

o con alguien al lado mío

o alguien pensándome en este mismo instante

en el que veo las nubes iluminando la caída

sería diferente.

Estaría salvada del paisaje

aunque hubiera sombras

porque ellas acompañan también.

Una vez fui al cine y las cabezas de los espectadores proyectadas en la

pantalla me siguieron durante el camino de regreso a casa.

Los cambios que percibo sencillos

me asustan.

No soy buena haciendo dinero

ni amigos

ni otras cosas.

Pero me encantaría ver mi casa decorada por una chica de buen gusto

tener las hornallas manchadas con comida de verdad

un auto que me llevara a lugares desconocidos

ropa nueva.

Entonces mis acciones se interrumpen

y lo que falta lo imagino

y no basta.

Busco más piedras

porque algo del mundo me pertenece

sin que nadie haya tenido que gastar dinero

o haya tenido la intención.

Los regalos se hacen presente

y alumbran una posibilidad.

Si las sacamos

vemos las huellas de la ausencia sobre la tierra

empeñarse en no desaparecer aunque las borremos con la suela de la

zapatilla.

Agarro otra

y el calor así deja de ser una abstracción.

Intento repetir la acción.

¿Cuál será el nuevo lugar de esta otra piedra?

Menos pensamiento más calor

más pensamiento menos calor.

¿Cuántos metros tendrá que descender para dejarme comprender?

Veo las sombras de los espectadores de cine

proyectadas sobre la pantalla

de nuestras vidas proyectadas

sobre una película.

Se esparcen por la pantalla rulitos con gel.

El pelo artificial.

¿Será el de un hombre?

¿de una mujer?

¿de un niño?

¿El cambio de un hombre?

¿de una mujer?

¿ de un niño?

¿O aquello que veo es un empaste de pelos en

una pantalla

que proyecta una vida

parecida a la que nos gustaría

probar?

¿Cómo surge el movimiento de lo real?

Arrojo la segunda piedra al mismo lugar donde estaba la primera para que sea

guiada.

¿Qué haré sin ella ahora?

Camino con un calor pasado.

No tengo un vestido para la ocasión.

Pero tuve una piedra preciosa, de miles de años

que arranqué del lugar en el que el viento la dejó.


I-    Secundaria. Color Pastel. 2011.

En el patio sobre montones de piedras congeladas hago un agujero para extraerlas.
Mirá mi instrumento le digo a un chico que pasa por ahí y que valora las interrupciones del paisaje
es una perforadora convertida en lapicera.
Me la pide prestada y le concedo el gusto.
Sus ojos brillan con regalos adentro.
Prueba una vez y se cae polvo
la prueba de nuevo y siente seguridad.
Sigue el trabajo hasta que suena su timbre interior y me la devuelve.
Yo no tengo silbatos en los bolsillos y sigo la perforación a escala microscópica.
La mañana entera me lleva sacar los escombros, que guardados en una cajita de cartón, me ayudan a entender mi lugar en la intemperie de los libros.

IX-

Escucho a unos chicos criticar a otros chicos.
Esos chicos a su vez criticar a los que los critican.
Ecos de críticas retumban fuerte cerca de las puertas y suave al aire libre.
Visualizo éstos últimos y los choco con mi bicicleta
con un palo de escoba que encuentro tirado
con mis zapatos
con un perro perdido que no sabe cómo llegó hasta acá
con una mochila.
Me gustan los sonidos que se producen entre las palabras más que las palabras mismas.
Yo no critico
Atropello.

X-

En el patio hay montañas de escombros
y vidrios rotos
y pedazos de cemento
y una mezcladora tumbada sin manubrio
y una bolsita blanca de nylon con un par de zapatillas y una camiseta roída
y colillas de cigarrillos formando un camino hacia el fondo de la tierra
y unas nubes grises que se reflejan en un charco que está desde hace mucho tiempo y el suelo no reabsorbe
y rollos de alambrado nuevos
y algunos cuadrados de césped recién rasurado
y a veces las voces de los chicos que vienen a esconderse detrás de las montañas.
Y muy de vez en cuando unos pájaros altos que miran para otro lado mientras caminan a picotear las migas de galletitas que tengo en las manos.
Los pájaros no saben qué me pasa
pero yo los miro como si supieran.
¿Por qué los miro con esa intención?
A veces, me siento sola.


I-    Capítulo de la novela inédita: El Amoroso.

¿Cuántas bolsitas de pan por día tengo que anudar para llegar a fin de mes?, ¿serán 100, miles, infinitas? Esta es una pregunta que me hago a cada rato y nunca termino de responderla.
A la mañana temprano cuando empiezo a trabajar, anoto en una libreta que me regaló mi padre para el último cumpleaños, cada cifra de manera prolija y sistemática pero ni bien se acerca el mediodía los números me traicionan y me tienden una trampa inesperada: se acuestan sobre la hoja cuadriculada y se echan a descansar. Todos los días desde hace 5 años, ocurre lo mismo. No logro concentrarme en una cuenta tan simple.
Durante el almuerzo miro los dedos de la mano y pienso que no existe un número finito para los movimientos que están predestinados a hacer. Termino de comer una medialuna apurada y decido entonces pintarme las uñas de los incansables para adornar la matemática escurridiza.
El esmalte que uso nunca se seca durante la hora que me dan para almorzar, tengo que elegir muy bien los colores porque sé que pueden llegar a quedar rastros, arañazos inesperados sobre el nylon transparente que toco. A las señoras les molesta mucho mancharse las manos y las polleras con mis colores; a los chicos les divierte quedar pegados a un manchón que sale únicamente con un producto tóxico y los hombres entienden perfecta, la señal. Saben que el contagio que se produce entre el esmalte y las bolsitas pertenece a un amor no correspondido y sin embargo como el contacto nos vuelve sentimentales, insisto  y dejo en cada una, huellas de despedida, algo de mí, porque sé que el final se aproxima y vislumbro los tachos de basura a los que van a ir a parar.
Un día pasó algo sorprendente para mí, un hombre tocó la campana del puesto y me dijo:
– Entiendo perfectamente por qué se pinta las uñas antes de atenderme.
Y le respondí:
– ¿Por qué cree que lo hago?
– Es que le debe dar pena que sus clientes se deshagan así nomás de los envoltorios de su trabajo.
En ese momento no supe qué responderle.
Después pensé, que lo que me da pena es no saber hacer una cuenta que supongo, atenta contra mi cordura.
Quizá dejo marcas en las bolsas para pedirles a las personas que si algún día tienen ganas, vengan a auxiliar mi incapacidad.
Llega la tarde y no puedo pensar en otra cosa que no sean los números, por más que lo intente, ellos tienen más fuerza que otros pensamientos. Nombro a mis ex novios y aparecen disfrazados de números; pienso en mi madre y toda su ropa aparece manchada de tuco numérico; pienso en mi casa y cada una de las paredes tiene un número que no coincide con el que necesito saber; pienso en mis hermanos y son lenguas que repiten en un nivel básico de inglés números decapitados de sus geografías; pienso en mis amigas más cercanas y están contando los movimientos que ejecutan sus dedos desafiantes a la finitud.
Para aguantar hasta la noche practico un ejercicio de concentración que consiste en anudar las bolsas en el aire lo más rápido posible. Al tomar la bolsa, exhalo y pienso en un cuadrado verde; al anudarla, respiro y visualizo el viento a favor en una plaza sobre mis dedos.
Anudo aproximadamente 100 bolsitas en 10 minutos. Debería llegar a anudar esa misma cantidad en un minuto y medio. Me ejercito porque sé que voy a llegar.
A veces, los clientes entran y no entienden en absoluto el ejercicio. Ven aire y nudos alrededor y como no encuentran el pan que van a buscar, sienten la misma desorientación que yo cuando la matemática de mis manos paraliza la conexión con la mente y la transmuta en los caprichos de un perro.
Entonces preguntan con tono angustiado:
 – Acaso, ¿se vendió todo el pan?
Y respondo:
– Quédense tranquilos que hay de sobra. Espérenme un ratito nada más hasta que termine la ejercitación.
Los clientes parecen molestarse. Sus caras les exigen cosas a mis manos. Se produce un choque, un combate invisible y violento, porque los ingredientes de sus cuerpos se transforman en grilletes de mi manera de pensar e insisto:
–Ya voy, es un minuto nada más, dejénme terminar con la práctica para mejorar la concentración.
Pero sus ojos no aguantan más y me roban el pan que tanto me cuesta cocer.
Ver sus manos echadas sobre un canasto de pronto me despeja la mente. Cuento de a pares los panes y llego hasta el número 50. Las cuentas se aclaran cuando me roban. 25 personas quieren a toda costa 200 kilos de miñones. 
Intento ahora una meditación activa, cada bolsita anudarse en la cabeza de los clientes. Y lo logro. Rápido toman ellos las pinzas de las facturas para abrirle paso a la respiración y vuelvo a intentar ligar bolsitas con nudos tenaces en progresión con el aire caliente del horno. Pero lo cálido abre la muerte y salen corriendo con los miñones entre sus brazos.
Pero el pan regresa rodando y me despista. No vuelve al canasto, se yergue en el techo del negocio y se cruza de brazos. Por primera vez me siento defendida por el alimento que me hace existir a costa de perder la razón. No sé si me engaña pero ahora defiende la acción de mis dedos por haberlo creado.
Salgo un rato a tomar aire, estoy realmente exhausta por lo que pasó. Los panes defensores parecen velas de cera gigantes. Están encendidos y creo que se quedarán haciendo guardia toda la noche.
La cera derretida cae en mis ojos. Y yo que estoy sentada en una silla debajo de ellos me dejo tapar el rostro para probar si de esa manera pienso en otra cosa que no sea en el alimento convertido en una cifra.
Cae una gota.
Dos.
Tres.
Cuento hasta 1000 y me quedo dormida.
En el sueño cada persona es la que es en la vida real. Ninguna aparece  transfigurada algebraicamente. Me piden cosas sin cantidad. A cambio doy cosas que no pesan. 
¿Anudaré 1000 bolsitas por día para llegar a fin de mes?
¿Será ese el número que no lo logro captar?
¿Habrán sido piadosos mis panes que me ayudaron a completar una cuenta imposible?
¿No serán demasiados nudos los que mis dedos tendrán que vencer?


la mamá y el abuelo de jevy. 14 y 60. 2003. Capítulo de la novela inédita: La Racional.

Papá, qué hermosas palabras salen de tu pantalón gris, el suéter azul y tu camisa blanca. Son palabras de un colegial orgulloso por la institución a la que pertenece. Como si nunca hubieras crecido o, lo que es lo mismo, como si la ropa se hubiera encariñado con las palabras y se hubiera estirado de tal manera de acompañar a tu cuerpo andar por las distintas instituciones que atravesaste en la vida.
Siempre te vi vestido de la misma manera, desde la primera foto que me mostraste cuando ibas al colegio religioso hasta ahora que vivís en esta residencia fenomenal creada por el padre de uno de los fundadores de La Racional.
La ropa que te impusieron te dio seguridad de hijo, de amigo, de padre y de anciano. Fuiste capaz de sobrellevar a cuestas un mandato con la libertad de un príncipe. A costa de haberla estirado, de haberla emparchado, planchado, zurcido, y vuelto a lavar.
Veo el espíritu de tu vestimenta en mi hijo que no se quiere sacar la ropa porque extraña y dice que es mejor vivir con hedor a vivir dolido. Parece que es el estilo que se hereda a costa de saltearse una generación.
En cambio a mí no me acompañó como hubiera querido y sin embargo puedo identificar en esa herencia una revolución íntima que es capaz de sobreprotegernos.
Tus palabras grises, azules y blancas hicieron una extensión de la ropa transformada en bandera emparchada.
Admiro de vos cómo te enfrentaste a los ideales de las generaciones precedentes con la misma ropa como sino importara la manera de vestirse. Mi hijo dice lo mismo. Su cuerpo sostiene mandatos con telas de antaño que lo acompañan.
Te toco la mano. Y te miro a los ojos. Nos salen de repente lágrimas opacas. Ningún arco iris se interpone, es la representación insospechada de la carne.
Nuestras lágrimas en silencio recorren tu estancia de cemento. Y me cuentan qué nuevos objetos dispusieron para sorprenderte.
“Qué hermoso museo; qué biblioteca especial fueron capaces de sostener en la vejez; qué preciso salón de espejos crearon gracias a la donación de la propia imagen”, dicen mis lágrimas mientras se evaporan.
Cuando queremos que las lágrimas se queden allí para mirarse, aparecen los cuerpos del padre del fundador de La Racional, de sus compañeros de habitación, de otros ancianos que comieron, se bañaron e hicieron el amor en esta pequeña habitación que los contiene para que no se pierdan.
Por momentos las lagunas de nuestras manos quieren hacernos distraer, se van pero regresan, la pena que produce el simple paso del tiempo no nos abandona.
Y las únicas palabras que decimos son: el tiempo es bueno, el tiempo es manso, el tiempo revoluciona la intimidad desde afuera, el tiempo es nuestro, el tiempo de atrás, el tiempo de crear, el tiempo de creer, el tiempo que pasa desapercibido, el tiempo en tu reloj pulsera de oro, el tiempo en el mío de plástico marrón, el tiempo en tu primer reloj de niño encantado por las horas, el tiempo estupefacto y distante de las agujas en mi corazón, el tiempo en el que comimos una misma fruta, el tiempo en que mamá la cortaba y vos me la dabas en pedazos, el tiempo en que pelaste las papas para tus compañeros de escuela, el tiempo en que me enseñaste a leer, el tiempo en que te leía literatura que no entendías y sin embargo escuchabas con atención, el tiempo en que las migas de pan en nuestras manos creaban muñecas que después comían los terneros, el tiempo en que hacíamos mandados, el tiempo en que te compraba tu colonia favorita, el tiempo de lluvia, el tiempo de sol, el tiempo de no vernos porque vos vivías en un lujar lejano, el tiempo de mi casa chica que quedaba cerca de tu almohada, el tiempo en el que te daba con la mano lo poco que ganaba, el tiempo del dinero para todos, el tiempo en el que fundabas el partido, el tiempo en que no te veíamos por noches enteras, el tiempo en el que mamá cocinaba y creía que entendíamos lo que pasaba a través de unos bocadillos salados, el tiempo en que nunca había fruta de estación, frutas no había, pero había ideas sobre la mesa, tuyas que nos contaban los vecinos, el tiempo en el que imaginaba a la tarde qué cosas harías, para quiénes y por qué, el tiempo en el que necesitaba más palabras y menos ropas que salieran de tu boca, el tiempo bravo en el que vos llegabas y yo estaba durmiendo y cuando me levantaba ya habías desayunado, el tiempo entrecortado por un tiburón buenito que tenía sin embargo los dientes afilados, el tiempo hebra, el tiempo que detengo en tus ojos y lo exprimo así, con las dos manos para hacerme un jugo de frutillas con lágrimas alegres.
Tengo que chorrear papá tu traje, no como un insulto sino como un regalo de semilla. Salpicar de colores lo que estrujo con el cuerpo y mirarte así con otro atuendo. ¿Te gusta cómo quedaste? Para mí estás precioso. Siento que te vestiste porque venía a visitarte a la tarde con una torta de manzanas, la que te gusta.
Quisiera decirle a las lágrimas que nos lleven al comedor de todos, que están los comensales sentados a la mesa.
Poner el mantel de florcitas bordado por mamá, las servilletas de los abuelos, la vajilla de la patria, el banderín de tus palabras en el centro como el florero que decora la merienda.


XVIII- Capítulo de la novela: Las Obras de Arte en Mi Vida. Ediciones Presente. 2011.

Encuentro en las veredas la culminación de las formas que se esconden en el taller.
Un vidrio resquebrajado y opaco de ventana recostado sobre un árbol.
Miles de pedazos de durlock color celeste que de tan grandes alcanzan el cielo y se mimetizan con las nubes.
Una bolsa transparente de nylon con hojas secas adentro, abierta por la mitad, atravesada por un surco hecho con manos entendidas en la necesidad de hallar algún hueso.
Montañas de carbón agonizante de un asado de domingo, salteado de palabras familiares dichas a destiempo y con distintos tonos.
Una señora cuya casa es un colchón forrado de margaritas, que peina incansablemente tallos de mentira para pasar un tiempo roto.
Un hombre que hace el amor con ella, creyendo que nadie los mira y sin embargo, sus besos apasionados llegan a mí con la sustancia de un trance de arpillera rasposa.
Una silla de colegio sin una pata, con su cara vespertina dada vuelta hacia una vereda que mantiene en vigilia los deberes por realizar.
Una mesa redonda que refleja los envoltorios de caramelos ácidos que se comieron sobre ella y que de contenta devuelve lo vacío con forma de espejo.
Un perro muy lindo con una correa plateada dibujado sobre el vidrio de un auto que me mira desde lo lejos invitándome a subir a él. Un perro conductor capaz de probarlo todo, después de haber sido pintado.
Ramas podadas de una ligustrina dentro de bolsas de consorcio haciéndome señas de asfixia, pidiéndome por favor que las saque de ese encierro dirigido por alguien que no sabía que querían todavía vivir un tiempo más.
Guirnaldas pisadas por tacos altos que bailaron muy cerca de unos mocasines fucsias, encerrados los colores en un piso anónimo que creó cierta alegría para pies que hasta entonces eran extraños.
Un avión de papel con la cara sucia y manchones de tinta dirigiéndome una carta que no llegué a copiar en mi memoria.
El movimiento de miles de personas con miles de cosas en sus cabezas, en sus mochilas y en sus pasados. Como ventiladores destilan un aire que no se ve pero que atrapa.
Las fotografías que veo son las imágenes que tengo que dejar en su lugar.
Entre ellas y yo se produce una relación sorpresiva a la distancia. Lo que el mundo tiene para darme no me lo puedo llevar a casa. Son pastillas preciosas que caminan más lento que yo y se resisten a que las lleve de la mano.
Son piezas autónomas que no necesitan dueños.
Intento traducir las composiciones de la calle en mi mundo de lápiz pero no sé dibujar.
“Vamos lápiz haceme el favor de esforzarte una maldita vez”, le digo. Pero los lápices a mí no me hablan porque desconozco cómo tratarlos.
Agarro una caja de acuarelas y es peor. Los objetos se pierden en un mar muy profundo donde las formas no se distinguen. “Ese es el cielo”, le digo al pincel pero el pincel empieza el retrato creyendo que no hay diferencia entre el durlock y las nubes.
La traducción de la inspiración no es fácil cuando uno se enamora de la calle.
Mis pinturas están acostumbradas al amor entre las personas, a la naturaleza muerta. Intento pintar con ese espíritu pero me doy cuenta que lo muerto de aquello que vi, está vivo.
Son trozos de cosas que me entusiasman y que por lo tanto no se dejan retratar así nomás.
Estar encerrada constituye una distancia inútil. Entonces agarro mis herramientas y vuelvo a salir.
Pinto los marcos de las obras que veo y sigo. Señalo el arte en los sitios en los que aparece.
A las ramas asfixiadas en la bolsa les dibujo un marco acuático del cual puedan nutrirse.
A las guirnaldas pisoteadas un marco profundo de luces, sombras y bochinche.
Al durlock que llega al cielo un marco con mi figura para colmar en un solo abrazo la mímesis impalpable de lo eterno.
A la bolsa transparente con hojas secas un marco de carne.
Al vidrio resquebrajado un marco con los caminos cruzados de gente mimosa.
Al perro dibujado en el parabrisas un marco con mi mano acariciándolo, mezclado de frutas amarillas y rojas.
A las personas un marco a la distancia que continúa rabioso sus andares de viento.
A los envoltorios de caramelos sobre la mesa redonda un marco con mi boca.
A la silla sin pata un marco que imita ejemplares de exámenes sin aprobar.
Al avión de papel un marco de aeropuerto en el garage de todas las casas del mundo.
A la señora de la casa de colchón un marco de flores perfumadas.
A la montaña de carbón agonizante un marco de mesa familiar.
Lo que me gusta me pertenece afuera.
El mundo está contento con mis materiales.
Vuelvo con las herramientas incapaces de reproducir en un papel aquello con lo que trataron.
Y se produce en silencio una comunicación sin fines.
Mis lápices no dibujan, la calle no me dona sus reliquias porque le pertenecen a todos. Las acuarelas interpretan algo que no es cierto. Yo intento dominar lo que no sé.
Tengo que aprender a dibujar.
Pensar marcos nuevos.
Aprender a traducir.
Soportar la comunicación entre herramientas inútiles.
Aceptar que fines no va a haber.
Quiero el brillo dentro de mí. Cada cosa rota acomodada en una vitrina irreal que contenga las verdades que dijeron en un momento. Gritos de colores mientras se abandonaba lo que intento poseer y no logro.
Montones de cositas que sobran y que colman de manera inaprensible la mesa de la imaginación.

I- Las elegidas. Ediciones Belleza y Felicidad. 2009.

Somos las elegidas.
Nos da un poco de miedo.
Dormimos juntas, nariz con nariz.
El calor nos descansa las manos, las ideas, los sueños.
Escuchamos a gente cantar.
Muy fuerte.
Descansan en nosotras.
Sentimos rabia.
Nos maravilla.
Nos abrazamos y construimos una heroína.
Tenemos alas muy grandes, con la cara de Mickey;
los pies con rueditas,
collares milagrosos,
que al juntarse
salvan a los niños que se tiran de los árboles.

V-

Caminamos buscando finales
y nos perdemos.
Vemos a unos chicos andar a caballo,
tienen el pelo suelto y camisas desabrochadas.
De sus bocas nacen unas plantas que nunca habíamos visto antes.
Tienen un tallo negro,  hojas rosas metalizadas y flores amarillas muy pequeñas.
Queremos tener una corona, ser sus princesas.
Corremos muy rápido hasta alcanzarlos.
Nos miran con desprecio, porque interrumpimos algo muy íntimo, el nacimiento de sus plantas.
Les regalamos caparazones de jacarandá que juntamos por el camino con monedas de cinco centavos adentro.
¿Podemos ir con ustedes?
Viajamos juntos y vemos un gato con la patita quebrada, una pareja llorando, palomas transparentes, trozos de carne abandonados, cementerios coloridos, una señora tirar su alianza de casada desde un décimo piso.
Cada detalle se acerca a nuestro bosque en carrito, al planeta silvestre, inventado.

IX-

Metemos las manos en una bolsa y sacamos una espada de madera.
Es hermosa.
Tiene astillas tan finitas que brillan a trasluz.
En la punta un colmillo de elefante y en el mango un pañuelo de seda rosa.
Con ella escribimos poemas en el aire.
Cada tanto las personas los presienten.
Los chicos sobre todo.
Somos las elegidas, nuestras palabras son valientes.
X-

Sacamos un conejo moribundo y lo resucitamos con un vestido hecho de flores.
En el fondo de la bolsa hay pan crocante.
Lo cortamos en diez pedazos.
Uno es para el conejo, otro para vos, otro para mí, otro para mamá, otro para papá, otros dos para nuestros maridos, otros para las palomas.
Todos nos quedamos con hambre.
¿Seríamos capaces de matar con esta espada a alguien para comer?
Chispitas saca la espada contra el asfalto.
En las manos sentimos la retaguardia del calor.
Con él trazamos una línea divisoria.
Vos, espada estás ahí, en la cima, cerca de las nubes.
Nosotras acá, te miramos con admiración.


El jumper azul marino. Ropero. Ediciones Belleza y Felicidad. 2009.

Estaba embarazada.
Mi cuerpo crecía para abrirle paso a otra criatura.
Era una topadora, un volcán, una grúa escalofriante.
Tenía la fuerza que imponen las máquinas.
La certeza para agujerear el piso y parir.
Como no tenía ropa acorde a la transformación, una amiga me prestó un jumper de corderoy azul marino que ella se había comprado veinte años atrás.
Andaba con el jumper para todos lados.
Iba al super, al gimnasio, a ver danza.
Parecía una Sarah Kay adulta.
Vintage por necesidad.
Una ballena que saltaba por el asfalto.
El azul marino me daba fuerzas y el corderoy me abrigaba aunque hiciera mucho calor.
Yo necesitaba tener a punto los motores, estar cachonda, a tiro para cualquier eventualidad.
De un momento a otro ocurrió lo peor.
Empecé a caminar liviana, el vestido me quedaba flojo, las piernas ya no se asían al suelo.
Había dejado de ser una grúa para convertirme en una retama. En una pichincha.
Se cayó el almohadón de cal de la panza.
Polvo a mi alrededor.
Un pic nic de colibríes me taparon las nalgas con el único amuleto que llevaba.
El jumper de corderoy azul marino, después, se transformó en un colchón para lo que había parecido una fantasía inimaginable: una ráfaga de corriente eléctrica que vino y se fue.


Dorado. Familiares. Zorra Poesía. 2009.

Mi caballo dorado está agónico.
De todas maneras le di su yogurt de vainilla a la mañana.
Lo miro de cerca para que se quede tranquilo.
Me pongo patines de algodón para no despertarlo durante los
ratos en los que se queda dormido.
Mi caballo dorado murió y lo pusimos en un ataúd blanco.
Pero de golpe, nos sorprendió con un relincho.
Alzó sus patas hacia el cielo y fijó su mirada en una estrella.
Murió con los ojos abiertos y el cuerpo expansivo.
Como si deseara seguir caminando.
Tuvimos que construirle esa misma noche otro ataúd.
Porque se negaba a entrar en el que estaba.
Todos fuimos carpinteros esa noche.
Le hicimos un ataúd con forma de estrella, tal cual había quedado
su cuerpo después del último relincho.
Con mi hermana hace unos años, pusimos una tienda esotérica.
Entre otras cosas, vendíamos velas con forma de budas.
Cuando inauguramos el local, encendimos tres.
Una roja, otra azul y una blanca.
El buda blanco, en una de esas enloqueció y salió volando por la
ventana.
Le dije a mi hermana, “este buda es un peligro. Puede incendiar
la ciudad”.
“O cumplir los deseos de todos”, me contestó ella.
Si es así, el buda nos cagó, porque se fue.


Huevo de pascua. Capítulo del libro: ¡Yapa! Antología de pesadillas con finales felices. Capitán Minerva. 2008.

I-             Marzo de 1989

Mamá se había enamorado.
Mamá tenía un novio.
Mamá tenía un novio muy lindo que se llamaba O.
Mamá no perdía oportunidad de pasar sus días con su nuevo novio O.
Mamá lo invitaba a cenar.
Mamá le cocinaba contenta.

O la miraba todo el tiempo sin parar.
O le decía cosas que no entendía, del tipo: ¿después leemos lo que traje?, o ¿después escuchamos lo que te dije?
O era un amante de la música y la literatura.
O era un escritor de tango.
O amaba la comida que mamá le hacía contenta.
MyO estaban tan enamorados…
Que un  día soñé que tenían un hijo.

II- Diciembre de 1989

MyO habían tenido un hijo HUEVO DE PASCUA que desde su nacimiento hablaba.
El hijo huevo de pascua estaba en la mesa verde de la cocina
Y nos miraba.
¡¿Qué mirás  huevo de pascua?!
¡A vos, que sos mi hermana!
No puedo creer tener un hermano huevo de pascua, ¿qué habrán hecho para tenerte a vos? ¡Sos muy feo!
Sí puede ser, ¡pero papá y mamá me quieren tanto como a vos o más! porque soy distinto, extravagante, rico de besar, y encima hablo, puedo comunicarme y entenderlos perfectamente!, soy un superdotado. ¡En cambio ustedes como los demás hijos no pueden ser entendidos porque tardan años en aprender el lenguaje! Pobres MyO, ¡qué trabajo les deben haber dado ustedes!
¿Por qué te metés? Hablar, hablás,  pero decís boludeces, ¿sabías?
Lo dudo, ¡papá y mamá están orgullosos de mí! ¡Que yo sea el fruto de su amor!
¿Sabías que yo podría matarte rapidísimo sin dejar pistas?, podría aplastarte contra el piso, derretirte con las manos, comerte aunque me diesen arcadas.
Podrías pero no lo vas a hacer porque soy tu hermano y tengo la sangre de tu madre.
No tenés sangre, ¡los huevos de pascua no sangran!
Mi sangre es blanca, ¡estúpida! ¡Mi sangre es de azúcar!
¡Ojalá te mueras de diabetes!
¡No me voy a morir nunca! ¡Los humanos como vos se mueren, en cambio los hijos-golosinas como yo somos eternos, tenemos conquistado el paraíso!
¡Nunca vi una boca y unos ojos tan cremosos! Ver tanta crema hablándome junta me descompone.
¡Acostumbrate! ¡Desde ahora mi lugar es esta mesa, porque a esta altura puedo mirarlos y comunicarme con todos!
Cuando llegue del colegio vamos a ver si seguís ahí por mucho tiempo. ¡No te quedes muy tranquilo, porque no vas a durar mucho en ese cuerpo!
T ya que vas al colegio, ¡¿podrías llevarlo a tu hermano?!


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