lunes, 14 de julio de 2014

Un cuadro. Selección de textos. Inédito. 2013.


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En mi casa hay una puerta de hierro cuyas puntas hacia abajo terminan en lanza. Si la abro llego a otra casa con cinco habitaciones, dos baños y una cocina. En cada habitación vive una chica que acomoda ropa, cocina en garrafa y pone un disco junto con tres bebés. Ser la anfitriona de una puerta no significa abrirla cuando tengo ganas. Porque del otro lado, molestaría a la señora que cuida que a las chicas no les falte comida, agujas e hilos para coser la ropa. La cuidadora está todo el día yendo y viniendo. Yo estoy quieta, sentada al lado de la puerta de hierro mirando un fragmento del cielo y unas ramas que crecieron en los techos vecinos: Por qué no saldremos a dar un paseo mientras escucho que unos niños: Vení por acá, yo me acuerdo el camino, vayamos de nuevo al escondite de lapiceras. Esas palabras decoran con guirnaldas de papel el cielo que observo, con frases de fiestas. Pero como es de día me levanto y les pregunto a esos niños si los puedo acompañar y si de paso, podrían venir unas chicas que conozco. Sus guardapolvos: Está bien. Pero sus ojos contorsionados en una carcajada inmóvil desafían: Es nuestro secreto, no el de las madres. Las chicas que vi una sola vez planchan hojas de cuadernos y a su alrededor son cochecitos, bicicletas y sillitas donde comen los bebés los que enseguida aceptan. Ellas: Tenemos mucho que hacer. Además el día está un poco nublado y los maridos que están por llegar, si no nos ven cuando regresen, dejarán sobre la mesa de madera corazones de cuchillo. Yo aferrada a los guardapolvos: No pasará nada. Es un paseo. Y los bebés sonríen y dejan una mueca, parecida a la que una vez vi en una nube rosa, en el cielo. Salimos en silencio. No sabíamos de qué hablar. Guiados hacia un lugar cerca de nuestras casas. Nuestros pasos no manchan la ciudad empapelada de autos con vidrios polarizados, mujeres con conjuntivitis, hombres manojos de llaves, camas improvisadas con humo de cigarrillo, escobas que barren nudos de cabellos y cartílagos. En unas cuadras estuvimos en un rincón que comunicaba una autopista con una puerta, a través de la cual se escuchaban pelotas amontonarse. Los niños con las caras blandas: Es aquí. Y pasamos de a uno como las agujas de un segundero para no golpearnos. Detrás de un armario nos invitaron a inclinarnos. Pisamos tubitos de plástico azules, verdes, negros y rojos. Al lado, había un frasco de vidrio con tintas, agua y un puñado de palitos de escoba. Y mojaron los palitos con tinta y nos pidieron que les diéramos las palmas de las manos mientras mantuviésemos cerrados los ojos. Ahora en mis manos figuran sus nombres. Las chicas tienen lágrimas que conforman una ruta, en la que unos pájaros, las llaman con una canción de pueblo. Las manos de los niños intactas abren la puerta de hierro de mi casa impregnándola de una excursión invisible ante sus flechas.
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Cerré la puerta y ya estoy afuera de la casa. Me siento en el escalón de un edificio. Un chico pasa en bicicleta con una remera en la cabeza. Es un turbante de trabajo transpirado de las horas por venir. Se acerca porque le muestro un solo ojo en el que guardo una sorpresa, estrella de mar. Su olor: Voy a darme una ducha en la casa del amigo que encuentre, mi novia me espera en la plaza sur, le llevo estas flores, y abre un bolso de cuero marrón con las ganas de verla arrancadas. Su pelo rubio y sus hombros caídos me hacen recordarlo. La estrella de mar sale de mi ojo: No es el paso del tiempo en tu cara de antes lo que me emociona sino volver a verte después de años. Yo vivo acá de casualidad, un préstamo, las vacaciones, no sabía dónde ir. El manubrio de su bicicleta: Trabajo por acá, tenés razón, vos sos la chica de la noche de la fiesta hinchada. Sí, me sale un suspiro justo cuando pasa una ambulancia y enciende la verde sirena y miro la remera que envuelve sus pensamientos para que no pregunten por lo que pasó desde ese entonces. Pero el agua contenida en ella chorrea hasta su estómago: La fiesta en la que no hacías más que tomar y te agrandaste como una piñata y tuve que llevarte de un piolín hasta mi casa, porque no me decías tu dirección. Y era tan temprano que me daba no sé qué dejarte sentada al ladito de un árbol, tus labios morados como de cosas que querías que los bailarines adivinaran y no había caso. Al día siguiente cuando te fui a ver, te salía espuma de mar por los ojos y limpiándote las burbujas, en las que se reflejaban mis labios, descubrí que no querías que te fueras. La estrella de mar se enrojece: Me avergüenzan las fiestas. Hace tanto que no bailo. Me miro las manos, las uñas pintadas del mismo color que la remera que tiene el chico en la cabeza. Por un momento, la ciudad se refleja en ellas. Los postes de luz, las bolsas de supermercado, la radio del segundo piso, el cielo, los gorriones. Y como dejo de prestarle atención, el chico para pasar el tiempo, da vueltas los pedales de su bicicleta provocando un ruido que me incomoda al principio y después hace que me levante: ¿Acaso esto es la música? Yo no quiero bailar en la vereda y me subo al manubrio tapándome la cara con las manos. Ahora: Llevame a dar una vuelta.
Y él que no quiere ser injusto con las burbujas que salieron de mis ojos, se saca la remera de la cabeza y me la pone en la espalda como una capa. Su novia lo espera. Después el trabajo. Y no sé cuándo volver a encontrarnos. Quedan cabellos rubios en mi cuerpo, en las uñas de mis manos. Crecen como plantas cada vez que pienso en pintarlas otra vez. Hay una fiesta al salir de la casa y cerrar un ojo para con el otro proyectar una estrella de mar en un recuerdo irrompible. De ella salen rayos de sol. Alumbro la noche de las horas que inflan las palabras.

No soy de quedarme dormida. Si tengo que hacer un mandado voy y lo hago, no tengo problemas. O salir para cualquier otra cosa. Ahora, si estoy adentro, no me pidan que espere sentada alrededor de una mesa para charlar porque con tanto para hacer prefiero que las cosas me detengan en su culminación. Como son: Las camas, el desayuno, los bolsos, la comida, una barrida, un trapo para los pisos, unos llamados, enchufar el lavarropas, encender el horno, la ducha y así no más pasarme el jabón por el cuerpo para sentir que hago juego con el lugar en el que vivo, escribir los cuadernos, plumerear techos y estantes, pelar verdura, doblar la ropa, abrir los cajones y responder correos. Pum pum pum es la palmada de las tareas en la cara y nunca dejarlas en penitencia por un rato. Y como es el mal de las palmas de las manos para conducirlas, en ocasiones, me encierro en un cuarto oscuro, que podría ser el baño y me quedo pensando en la palabra número, con la intención de descifrar el límite del día desplegado de las tareas. Pero los espejos que hay dentro no son buenos si se les piden cosas y la palabra pedir provoca en ellos la expresión del maleficio. Mi cara no es. Y camino por una provincia que no conocía para hacer un trabajo que quiero terminar porque se hace de noche y tengo que volver manejando hacia la provincia en la que tengo mi casa, el trabajo, entregar la tarea. Y son mujeres entusiastas las que aplauden un regreso que presiento no poder realizar, porque se hará de noche y pese a la luz de las estrellas, les temo a las blancas del pavimento: Dormí que te tapamos. Concedo a las risas quedarme otro día, buscar con quién viajar, encontrar una artesanía que pida disculpas por la tardanza y hallo a unos cuantos kilómetros a una mujer, llamada Artesana que no habla y me muestra la corona que cose para la reina de la fiesta. No son flores ni bijouteri. Es el calco de la cara de su hija hecha un peluche moreno de labios rojos, vincha amarilla, dientes de pétalos de rosas y pómulos de enfrentar la valentía de la belleza. Los vecinos que la conocen: Queda rendida, como si embalsamara un juguete y no hace falta que me sigan contando porque la veo tendida boca abajo sobre la orilla de un río como una esfinge que descansa a su manera. Y continúan: Tocala, no tengas miedo. Sus manos calientes perciben cuándo los cuerpos la rodean. Me acerco y de ellas una espuma de volcán me regresa al lugar en el que estoy encerrada. Tengo la cara de la nena. La corona no pasa por la puerta de este baño. La dejo abandonada. La tez detiene los movimientos en silencio. El rumor del río suspende tareas para remojarme los pies. La madre acostada de la nena: Qué linda te queda la cara que te presté. Sos pura sonrisa. Dejá la paz de las cuevas. Nunca había escuchado palabras de agua pero tan ciertas son que saco un banquito al patio para capturarlas antes de que se evaporen. La casa tiene una cara prestada. La madre a la nena no le da su espejo. Un castigo trae la revelación. Mi cara se desordena.
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Escribir es preferir las sensaciones por sobre la existencia de las cosas. Allí una autopista; este es mi barrio; en aquella localidad vive mi familia; en esta cuadra la policía toma un teléfono para llamar a una ambulancia y que otros alcen y trasladen el cuerpo de un chico cuyo corazón late por la boca y con los ojos cerrados transmite señales que sólo las palomas comprenden; en la otra cuadra los bandos son así: Blancos y blancos, negros y negros, rojos y rojos; al lado de mi cuarto las voces de los vendedores de relojes, anteojos y pulseras: Oro, de oro es el mundo, llevá tu poción; a la vuelta está la ciudad bolsitas y cerca de ella, los chicos muletas que la defienden con banderas si es necesario. No fue mi intención quedarme sin líquido de freno en el coche y tener que esperar un auxilio. Y como no tenía nada, ni siquiera un folleto para leer, bajé la ventanilla. Un chico muletas: Sos nuevita, ¿verdad? Espero que te gustemos y te acostumbres rápido. Mirá lo lindo que somos. De dónde salió tu peinado, parecés una bruja, linda, de barrio. Está bien, no te sonrojes, hace cuánto nadie te mueve un piropo. Ya sé, seguro sos mami, mirate las manos, las cejas, un peluche, como éste. ¡Ey! Alguien que me traiga el muñeco del nene que ya sé a quién regalárselo. Lindo como vos. Mirale la piel, los piecitos, la boca, los ojos. Todo un bebé de verdad. ¿Querés jugar? Aquella sería la casita. ¿Te gusta así? O ¿Preferís otro lado? No, ya sé. La chica de los fenómenos. La casa grande, limpita, el duchador. Ahora disculpá que me dieron ganas de hacer pis. Estoy apoyada en un árbol repetido de ciudad. Común y fuerte. Mis zapatillas dejan huellas sobre la tierra del cantero. Miro las cortinas bajas de un lugar en el que venden papeles dorados para bonetes, bandejas, guirnaldas, estuches, bolsas, paquetes. Llega a mis oídos una canción descartable que provoca que comience a mirar brillante. El pantalón del chico estrellado, pomada de zapatos en sus pies, el peine de sus palabras, un charco de sol alcanzándome. Mojada es que me salen frases nunca dichas: Si querés, podría ayudarte con estas ramas que el árbol común me presenta. Y sin escuchar su respuesta me pongo las medias en las manos y con los palitos lo ayudo a hacer pis. Su cuerpo, contento de una compañía que no esperaba eructa copitos de nieve cálida que me hacen llorar. Nunca vi nieve. Hace tiempo que no sé lo que es ser una hija lunar. Entonces nos agarramos de las manos. Ellas: Ven que la espera se deshace. Las acciones desarman las palabras en el barro barrial que contempla estos instantes. No dudo de quién soy, temo que el color se escape. Y con una moneda y el capuchón de lapicera que encontramos en la vereda dejamos las marcas de nuestros cuerpos. Son formas de bienvenida, cabello creciendo, globos perlados, mordidas de perros ciegos, mansiones de humo.
Piba: Me tengo que ir. No te pregunto por tu casa porque sé que no me la vas a decir. Yo te entiendo. No quiero tener problemas con la policía. Mirá, justo ahí viene. Vos no me viste. Yo me voy. El auxilio mecánico llega cuando me quiero escapar. Escribo porque no quiero que me pregunten.
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La escritura es la conversación alrededor de una pileta, después de un chapuzón, al sol y así hasta la noche cerveza. Lo común en las frases se convierte en compañía. En el patio de antes ubicábamos piletas de plástico de colores. En una apoyábamos la cabeza, en otra el tronco, en otra los pies. Los antiguos dueños decían que otra forma de sumergirse provocaría el hundimiento. Y las uñas de los pies: No, es muy peligroso. Jamás pondríamos en riesgo las vacaciones de los que viven abajo. El agua nos mantenía graciosos de incomodidad. Los temas surgían por falta de distancia. En el patio de ahora hay colillas de cigarrillos y papeles de caramelos y de la pileta que quisiera tener saco estas basuras. En malla y con el barrefondo en la mano me siento a la sombra de la vista nueva y son los televisores encendidos de las casas de alrededor, los que proponen temas y refrescan con aguas lejanas. Cierro los ojos y ya estoy en tal playa. Los abro y una salida de baño que no es mía me protege del viento. La zunga de un señor: Llegué de casualidad a este balneario como todo lo que me pasa en la vida. Hasta la profesión. De albañil a peluquero de capital. Empecé arreglado las cañerías de un sótano hasta que el dueño me sugirió por mi forma de ser, si no quería barrer el pelo y cortarlo. La sombrilla de otro: Acá la gente es hermosa, no la cambio por nada durante siete días. Soy de esta zona. No me gusta conocer lo nuevo de los lugares. Mi felicidad es ser vago. Los paisajes de calor proyectan sus sombras sobre las baldosas en las que coloqué un banquito. Un hombre en la cima de un edificio abre una ventana prohibida por falta de ventilador. Es un pájaro que se confunde con otros en el cielo. Me saluda con sus brazos tapándose la cara por temor a una denuncia y en reverencia se quita gotas de sudor. Me envía aire moviéndose desde su cama a la ventana que comienza a tener vida. Es un caballo alado con una remera gastada. Por momentos dejo de verlo, quizá esté recostado descansando los martillos de sus sueños. Y vuelve con más fuerza para construir lo que antes no existía. Después lo aplaudo con el barrefondo sobre las paredes de mi casa. Llamándolo. Y arroja las herramientas de los días distintos. La tenaza se calienta rápido en mis manos: Construí el piletón para invitar a alguien. Mi fuerza es la de hacerla con ramas finitas y al terminarla, en un colchón descansar con la vista hacia arriba. Imágenes de personas a la distancia, que en distorsión con el calor no veo nítidamente, me acompañan. Sus movimientos me dictan lo que debo escribir. Sus sombras me protegen del verano. No conozco la luz de sus nombres. Sus voces son todo para mí.
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Un edificio es un lugar en que las mujeres al mediodía pisan su entrada para esperar a sus hijos. El horario de antes son las pantuflas que los pensamientos se ponen para no despertar los llantos bebés y que el deambular por el orden de la casa sea posiblemente cálido. Después se cierra la puerta y vaya a saber qué pasa. Mi puerta es maciza y gris con un ojo de buey en el centro para espiar que alguien o un animal venga a buscarnos para salir a dar una vuelta a la hora de la siesta. Una vez que a la mesa se le dio de comer y se le explicó que no se tocaban los fideos con las manos, que se sienta uno así y no se olfatean los platos de al lado. Antes mandar a lavar a las manos, hacer pis y acomodar las cosas que se traen de otras partes, en alguna de las calles, un colegio. ¿Yo grito? ¿Mi cara abriéndose en un espejo? ¿Soy yo los gritos a esos cachorros? ¿Que espero como si fuera una madre? Las flores de las tardes se demoran en crecer. Los marcos de las ventanas llaman a la que está afuera: Ya pasará. Te lo prometo. Son tan hermosos tus gatitos. A lo sumo si llueve se ponen las botas para dibujar sobre el piso los huecos del tiempo en su transcurrir. No se escuchan las madres de arriba ni de abajo. Las paredes que separan nuestras cocinas son impenetrables. Cuando las veo pienso que un simple ascensor comunicaría las penitencias mientras se calienta el café y los hijos se conocen. Las ruedas de un carrito: En un ratito salimos. Antes colgar las estrellas que hay en la ropa, sobre la cuerda de un tendedero que divide el cielo que las mujeres del edificio tenemos en común. Qué sentirán ellas al verse repetidas en las órdenes que dan. Si el sol se resiste a acompañar las horas de los pájaros me siento en una silla de la cama plegable y repaso de memoria los libros que alguna vez cupieron en una biblioteca. Las páginas que recorto son papel picado que animan una fiesta del futuro. En una pista crecida de césped sacaría las luces que estuvieran de más y subiría el volumen de las canciones que las chicas tararean en las horas de los niños pedidos. Proyectaría fotos en las que helados enfriaron la comisura de la boca. El lenguaje. Y una máquina de humo confundiría hasta desvanecer los cuidados de cada una para con los suyos. No entiendo cómo mi manojo de llaves no sirve para entrar a otros lugares. Colgadas en una repisa de madera: Salgamos total, ya está la calma. Yo las hago sonar sin tocarlas y vienen hacia mí unas
criaturas: Te seguimos. Y es verdad. En las veredas no estoy sola. Una campera de nylon se infla. Presencias voladas dentro de ella bailamos. La entrada del edificio siempre está oscura. Con el viento la eclipso así, moviéndome de esta forma, con los brazos hacia arriba y los pies descolocados de pisar lo que llaman. Linternas cuando se haga de noche en cualquier momento del día: Hola chicas, cómo están. Me llamo Tamara, vivo en el 7 B, de bueno. Cualquier cosa ya saben. A cualquiera se le puede pasar. Un susto.
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Unas niñas abrigadas andan a caballo. Yo las veo de noche al cerrar la ventana del cuarto: Quiero ir con ustedes. Dónde van. ¿Me llevan? Y detienen su marcha, se acercan y encienden una pipa. No contestan. El humo: Somos de lejos. Es la hora en que nos esperan. Mirá la carga lujosa. Te perderías. ¿Eso es lo que quieres? Tráenos una frazada de más. Por las dudas. A veces la lluvia se convierte en granizo. Si tienes una bicicleta a lo mejor. Como no tengo más que seguirlas, busco la bicicleta y retomamos el camino. La ciudad a través de la ropa tendida nos indica las luces a seguir: Por aquí chicas. Hay un atajo. Un grupo de hombres las saludarán. Pongan caras de viejos. Frunzan el ceño, saquen la lengua, encojan los ojos hacia el estribo. Pasándolos, encontrarán sonidos sin resplandor de coches de policía. Una de las niñas cansada: Paremos por aquí, un rato. Quién se quedó con el tabaco. Una amiga: No es el momento. Toma este pulóver. Disfrázate. La primera: El tejido en la boca no produce el mareo para el que estoy dispuesta, déjate de bromas. Aquí tengo la pipa. La segunda: Ni loca detendríamos el camino por el capricho de una sola. La primera: Es la necesidad. Su expresión me dará los ánimos. Lo juro. Se los prometo. La segunda: ¿Por qué buscas la reprimenda? Llegaremos a destino. Distribuiremos el peso y llegará la liberación. Ahora no me atormentes. Prosigue. La primera: De eso se trata. La carga está produciendo un agujero en el lomo de mi caballo. Míralo. Acércate. Pobrecito. Acaso, te has preguntado ¿qué le dimos de comer? La segunda: No digas las tonterías. Se acostumbraron a no ser mañosos. La primera: Quiero el tabaco para convidárselos. La segunda: Me cansas. Toma. La primera enciende la pipa y se la convida al caballo. Los ojos del animal dirigiéndose a mí: A qué no sabías cómo llegarías. Lo pasarás bien. Qué hermosa está la noche. Las estrellas se escondieron. El resto de las niñas esperan a la primera: Vamos. Miren lo que hay allí. Termina con esa pitada. El caballo relincha de júbilo. El resto encuentra un cuadrado negro parecido a un pizarrón y me dicen: Es el pedazo del sueño que nos contaste. Bajo de la bicicleta, me agacho, lo agarro y lo coloco en el canasto de atrás. Es igual. ¿Cómo terminó aquí? Me pregunto, mientras siento un calor especial en el cuerpo. Señalan: Debemos ir por allá. Se ve la otra parte que estaba encima de la parte negra. Nos bajamos y encontramos una tapa de cartón roja, parecida al de una torta, con unas líneas pegoteadas en su interior. Luego un sachet de leche blanco con letras desteñidas: Llévenme. Les seré fiel. Por siempre las protegeré. Luego un moño dorado y una cinta roja que al partirla, nos la atamos en el pelo. Cargo los objetos y seguimos. Las niñas: Así sucesivamente. Quizá aunque sea de noche encontremos más y más. Es un viaje que se demora. La distancia real no es tan larga como parece. A mí me dan ganas de fumar. Las niñas no quieren parar, a excepción de cuando se encuentra algo. Por ser nueva me dejan que lleve la pipa en la mano y si tengo ganas, fume mientras manejo. Voy más despacio. El aire no entra como antes. Las niñas se alejan cada vez más. Intento alcanzarlas con el humo de la pipa que debo devolverles. Vayan. Y pedaleo por calles que me guían, con sus postes de luz, sobre ropa que no conozco. Espero alcanzarlas con mi corazón. Visitarlas y cerrar la persiana.
……..
El barrio desdentado. Así está cuando salgo. Las personas hablan de todas maneras. Comen. O no. Cómo saberlo. Sí lo sé. Unas galletas. Y bizcochos en bolsitas de papel en la puerta del hospital. Comer con los dientes que se hayan tenido es la forma de pasar el tiempo. Los paseos de los recuerdos en la boca. Toco con la lengua los míos. Y una punta filosa sobresale de una muela. No es un resto. Es el filo de lo que se rompió. Un vaso. El pico de una botella de cerveza. No tengo un espejo para el interior. Tengo la lengua que perfila lo que es una semejanza. La lengua: Mirá lo que es no comer. Trabajar. Y hacer los trámites diarios de la vida para llegar al turno. Quizá sea uno de los arreglos desvencijados. Te la tendrán que sacar. El color de un consultorio. Las palabras de un padre dentista: Te lo dije. Te pasa por la falta de cepillo. Por tu falta en lo importante. Esta es tu boca. El nacimiento de lo demás. Creía que tomarías en serio lo de los buches del agua bendita. Los deberes de la noche. Ya no sé cómo decírtelo. Una mujer con dos dientitos de leche de adelante recibe la pelota de tenis que expulso ahora: Tomá. Recibila. Que no se caiga. Juguemos un partido del silencio de las encías. La mujer con la pelota en su boca: Mirá lo fácil. Nada es imposible. Podés seguir el partido hasta que no te quede ninguno. Y como falta el tiempo no te preocupes. Yo no tuve la plata. Tuve la plata. Para otras cosas más importantes. La ropa por sobre la sonrisa. El aspecto de lo cerrado. De lo grande. Qué significa un agujero tan pequeño arriba de lo demás. Nada. Prácticamente. Tenés que resaltar tus ganas. Tu paladar exterior. Nadie notará lo siempre del mismo color. El aburrimiento de la dentición. El bebé este. El mío. Lo veo y me reflejo en él. Seguro era así cuando era chiquita. Me quedo con la imagen que proyectó la mandíbula entera. Su majestuosidad. Los dientes reales están fuera de uno. Sino por qué esperaríamos a que nos atendieran. Los doctores se quejan por el conocimiento que una no tiene. Y a una qué le importa. Qué te importa a vos eso. No hay que dejarse llevar por un único sabor. ¿Querés una galletita, un bizcochito? Se hace papilla en seguida. Serás un bebé. Lo que pasa. Es la costumbre. De que las partes del cuerpo a medida del tiempo cumplan una función. A cada etapa le corresponde. Pero vos pasá. Vení por acá. Esperemos juntas. Estos no saben lo que nosotras. Si nos entendemos. Para qué querer. Si ellos no entienden y listo. Sentémonos. Es la involución. Te pasa. Y la elegida. Lo mágico de los accidentes. Escuchá tus palabras de grande con el aliento de un recién nacido. Es a lo mejor. La mezcla que los doctores no están tan dispuestos. Por protocolo será. Y recomendaciones técnicas de cerdas poderosas. Poderoso es dios. Y por algo él nos quita lo de adentro para completar la realidad. ¿Sabés las cositas de la casa que a veces uno se pone cuando vienen las visitas? El capuchón de una lapicera. Un bollo de chicle. Un clavito. El otro día hice lo de esperar en momento de una comunión. Y me olvidé. Fue una fotografía la que hizo me percatara. Tuve por primera vez una sonrisa de color rosa chicle. Casi fluorescente. Lo rico que vienen ahora. La tecnología en la punta. Y pensé si es así. Me puse a buscar otros cachivaches. Para entretenerme. Arreglarme para la foto. Hasta un muñequito del bebé coloqué entre los vacíos de la boca y no sabés lo gracioso. Y cómo se reía mi hijo cuando vio un teatro de títeres salir de mí. Que por el mismo lugar del espectáculo enseñara las palabras que tiene que aprender.
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Son tantas las chozas. Qué lindas. La ciudad. Nos apretaremos y entraremos. La habitación de los hijos. La nuestra. Una cocina para todos. Banquitos encima de los otros. Comeremos a upa sobre una mesa en la que habrá torres de helados. Cada uno con una cucharita desparramándolo y dibujando sus deseos. Dulces. Concretos. Y mezclados. El cuarto suficiente. Los rayos del sol. O una televisión en el centro proyectando sus luces de colores. Te lo prometo. Te lo aseguro. Quedará. Camas de libros. Repisas. Mecedoras. Un placard. Los acomodaremos. Los traeremos. Serán nuestros otra vez. Al disponernos. Las cosas. Diremos: Esto lo creíamos perdido. Nos sorprenderemos. Mira cuántas. Cómo nos entretenemos barato. Con seguridad. La acaricia de los barrios futuros. Aquél una terracita con pintura desprendiéndose. La juntaré. Te lo juro. Te lo prometo con una escoba. Y la pondremos en su lugar con cola de pegar. Aquel patiecito en el que entra un lavadero con la ropa de los cuatro. La sacaremos de su motor y la tenderemos para extender los techos. Viviremos pisando las paredes vecinas. Mostrándoles el cielo que inventamos. Aquél pasillito de la penumbra con perchero y mostrador. Lo sacaremos. Verás. Pongamos lo que pongamos. O nada. Liso. Blanco. Con el dibujo invisible de una catedral por la que entraremos. Te lo prometo. Te lo aseguro. Y casarnos como quisimos en nuestra casa. Los invitados entenderán y pasarán por entre los escombros y junto con ellos los recogeremos para que se los lleven como suvenir de los sueños realizados. En una maniobra única. Lo concreto. Lo que se puede e ir tirando. No será de arrepentirnos. Nunca. Lo será. Dejar de trabajar para cumplir un contrato. Trabajar será otra cosa. Colocar los cuadros. Los espejos. Las masetas. Elegir la unión entre los objetos. Una nueva realidad. No es que no me importe entrar o no entrar. Pero entraremos. Te lo prometo. Te lo aseguro. Los grandes espacios estarán fuera de nuestro corazón. Aquélla plaza. El parque. La avenida. Y los comentarios estarán hechos de otros materiales. Llegamos a fin de mes. Nos alcanza el dinero. Vinimos del supermercado. Compramos a estos niños. Tendremos una sonrisa contagiosa. Te lo aseguro. Te lo prometo. Y los vecinos nos pedirán consejos por las dudas. Hablaremos. Iremos con ellos a ver sus casas. A que las cambien por otras. Cuesta encariñarse. No cuesta encariñarse. Me encariñaré pronto con los vecinos del barrio futuro. No será ir y venir y no dar señales. Miren los chicos. Este es el perro. El hacinamiento de la felicidad. No pasará nada malo. Nada malo. Te lo prometo. Una cama sobre otra. Sueños cuchetas. Limpiaré la casa con la mejor canción. Cantaremos por estar aquí y no tener que habernos ido tan allá. Donde las luces de las vidas siempre iguales. Y mi mejor vestido para limpiar la casa. Me verás tan linda que la querrás. Te lo aseguro. Te lo prometo. Son los ojos. Esos edificios que habría que demoler. A los que les hace falta ropa. Una coreografía de los vestidos de fiesta por las ventanas. A eso iba. La fiesta con los invitados en la dependencia aquella. Brindaremos por nuestras camas. Nuestras repisas. Nuestras cortinas. Y los pisos de antes. Las paredes de antes. Los techos de antes. El timbre de antes. El entrepiso de antes. Las cañerías. Los cables de luz. Somos tantos en un solo lugar que la alegría es una flor infinita que crece desde el techo de vecino hasta nuestra nueva ventanita.
……….
En la entrada del edificio de la actualidad hay una mesa y una silla vacía: Si te sentaras un momento recibirías la escritura de los ojos. Ellos trabajan ahora en el último piso y llegarán hasta la planta baja pasando un trapo de cera a los pisos. Es de creer. No es difícil probar el entendimiento. Dejo a los hijos que corran por allí: No toquen la puerta es lo único. Por si alguien la abre y salen corriendo de la libertad del momento equivocado. Suelto la correa de la perra cercana, que olfatea las patas de los muebles como si nunca hubiera visto. Todos los días y no percatarse. Quédense por allí. La madre ya va. Sentada en la mesa es de desplegarse las horas de los días a través de los objetos. Una caja de cartón de frutas del sur acerca un bebé de barro arropado con mantas de colores. Una mujer de la noche la empuja con la punta de los pies porque sus manos arrastran un carrito con flores. Una madre de cartón llamada Luna y un hijo llamado Lunito se petrifican en un abrazo creador de estampitas: Ayúdanos. Lo que puedas será un montón para el cielo de la tierra por donde vamos. Dos pies de plastilina negra caminan por la mesa de un lado al otro juntando con las puntas de los dedos migas cayéndose de paquetes estrenados. Un poncho de lana roja con una peluca en el cuello sigue a los pies de la ayuda por el amor de dios. De esta manera escucho las voces de la animación. Es un zumbido parecido al silencio de los trenes o al palabrerío de una multitud en un lugar cerrado. Me dejo alcanzar por los dichos de una silla y una mesa por los gritos de los hijos atrapándose: Te tengo le dice uno al otro. Ahora te toca a vos. Madre cuánto falta para que terminen las oraciones. Intento levantarme. Ignorar los objetos como si ya los hubiera visto. La decisión de una vidriera pero no avanzo. Los pies se atoran en los apoyos. Ellos: Para escribir. Quédate hasta el final de la función. Recién se han desplegado los personajes. Cómo sabrás lo que sucede si no los ves. Y no tengo opción. Los hijos están sueltos de verdad. Le pido a dios que nadie abra la puerta del edificio y se los lleve. Escuchar es la inmovilidad del cuerpo de piedra. Los objetos no actúan casi. Es la traslación de una esquina a otra lo que provoca la escenificación de un mantra sobre la mesa vigilante. No podré escribir lo que los muebles me piden. Tengo el miedo de estar para siempre mirando la calle por esta puerta de vidrio. La silla: Cada objeto tiene su nombre. Luego de terminada la traslación debieras traducirla. Es sencillo lo que te pedimos. Hazlo en el momento. Te traeremos una máquina y una resma de papel. Es lo preferible. No queremos un texto del recuerdo. Más bien lo contrario. La traslación de la sensación del escenario en esta mesa vacía a las hojas que leerá, ni bien tenga un tiempo, el que mantiene los caminos de la puerta hasta sus casas. Será una sorpresa. Esperarlos nosotros a él. Los años indican que ya era la hora de lo contrario. Como lo vas a ser tú. Y la silla toca una campana que saca de un cajón y aparece una escoba con los elementos de la escritura que dudo realizar.

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